
Al cubano, isleño al fin, le gusta sacar pecho por lo suyo. Su equipo es el mejor, sus mujeres son las más bellas, somos los más sabrosos, los más calientes, los más atrevidos, etc, etc, etc.
Si sumamos a eso, cierta tendencia al conflicto y a la palabrería que nos llegó por el mestizaje entre españoles y africanos, tendremos un coctel de patriotismo, que explota como una bomba de feria (totalmente inofensivo pero con un ruido tremendo).
Entre esos argumentos que muestran nuestra supuesta superioridad está el referido a nuestra capacidad de iniciativa.
“El cubano enseguida que llega a un lugar se hace notar”
“El cubano se cuela por el ojo de una aguja”
“Al cubano siempre se le termina ocurriendo la idea que le pone la tapa al pomo”
Y un sinfín de frases parecidas que he venido escuchando desde que tengo uso de razón.
Sin embargo, este servidor nunca ha creído mucho en esos argumentos. He pensado siempre que hay tantos cubanos “vivos” (despiertos, ocurrentes) como cubanos “bobos”, cubanos con iniciativa, como cubanos sin ella, etc, en proporciones que no deben exceder los parámetros establecidos internacionalmente.
Tampoco se puede pasar por alto el hecho de que las características del sistema económico imperante en Cuba en los últimos 50 años no es que hayan propiciado demasiado el desarrollo de la creatividad y la iniciativa personal. Más bien lo han congelado, aplastado, reprimido, y cualquier otro verbo de similar significado que usted logre adicionar a esta lista.
Sin embargo ahora, en estos tiempos inclasificables, en los que hasta Marx y Engels se halarían los pelos de desesperación, la ciudad se inunda de pequeños negocios familiares y la iniciativa comienza a florecer.
Y es entonces que el tema del emprendimiento vuelve a salir a flote. De 100 cafeterías que uno se encuentra a su paso, 99 son idénticas (idéntico menú, idénticos precios, calidad similar), lo que me hace desconfiar una vez mas de nuestros pretendidos dones creativos.
Pero entonces aparece un amigo y me hace un par de anécdotas que me obligan a reflexionar sobre el tema.
Primero me cuenta de alguien que ha comenzado un pequeño negocio de cambista ambulante. Sucede que el pasaje de los ómnibus urbanos (el famosos ex-camello, ahora metrobus, con tan poco de metro y tanto de bus ) cuesta 40 centavos de peso, lo que en monedas de uso corriente se suele pagar con dos monedas de veinte centavos (las famosas pesetas cubanas). Pero sucede también que el menudo escasea (dado su poco uso y valor), lo que obliga a que gran cantidad de personas tenga que abonar un pasaje de 40 centavos con una moneda de un peso (equivalente a 100 centavos), perdiendo la diferencia. Es entonces que aparece el ocurrente cambista, y nos ofrece una transacción donde a cambio de una moneda o billete de un peso, recibimos 80 centavos en pesetas, lo que nos permite, a cambio de veinte centavos de comisión, convertir nuestro peso en dos viajes de metrobus.
La segunda historia que me cuenta mi amigo se limita a un cartel puesto en la ventana de una vivienda. “Se sacan piojos”. En este caso huelgan los comentarios.
De momento, entre tantas ideas que surgen intentando alcanzar el éxito, me quedo con estos dos campeones del emprendimiento. Sin embargo no dudo que haya alguien que al leer estas líneas haga una mueca de disgusto, porque el mundo es así, y cada quien enfoca las cosas a través del prisma con que le conviene verlas.
Lo que nadie podrá negar es que lo inusual de las tareas que han asumido estos dos campeones, no opaca en lo más mínimo la utilidad de su labor. Sería una locura, digna del mejor de nuestros burócratas, la ubicación de sucursales bancarias en cada parada de metrobus, y ni que decir de la creación de la empresa consolidada para la lucha contra la pediculosis (piojos).
Así que mis campeones deberían continuar ejerciendo sus labores con tranquilidad. Porque lo útil debe llegar para quedarse. Y en cuanto al tema de que somos tan creativos aun no me convenzo, pero casi.